Comentario
Los conflictos religiosos formaron parte sustancial de las tensiones sociales del siglo XVI. El progreso del Estado moderno renacentista llevó aparejado el auge de la intolerancia. El control político no se concebía sin una uniformidad ideológica que no dejara fisuras a la disidencia. Ello equivalía, en dicho siglo, a un confesionalismo agresivo, alimentado todavía más por las convulsiones religiosas de la Europa de la época. En estas circunstancias, las minorías religiosas fueron objeto de discriminación e, incluso, de persecución.
En España, el reinado de los Reyes Católicos representó un hito para la definición de una política de uniformidad religiosa. La expulsión de los judíos en 1492 culminaba de forma traumática un largo proceso de intolerancia jalonado por dramáticos episodios de violencia popular antisemita. El fracaso de la política de asimilación religiosa pacífica de los mudéjares granadinos, tras la conquista del reino nazarí de Granada, alentó medidas de conversión forzosa que alimentaron la resistencia y la sublevación.
La expulsión de los judíos no constituyó, en cualquier caso, una medida de contenido racista, sino religioso, en tanto en cuanto todos aquellos que se convirtieron al cristianismo (los judeoconversos) fueron autorizados a permanecer en territorio español. Como es lógico, muchos judíos y musulmanes se bautizaron presionados por las circunstancias y siguieron practicando en secreto su religión. El cripto-judaísmo, en primera instancia, y el cripto-islamismo, más tarde, fueron rigurosamente perseguidos por una institución de origen eclesiástico pero situada bajo control estatal, la Inquisición, que se erigió en celosa guardiana de la ortodoxia. Este tribunal sirvió también para perseguir los brotes de filo-protestantismo y todas aquellas ideas y actitudes, en general, sospechosas de disentir con los dogmas oficiales.
La represión de la disidencia religiosa no se limitó a España ni al mundo católico. Las Iglesias reformadas resultaron a veces tan intolerantes o más que la Iglesia romana. La actuación represiva del Consistorio calvinista ginebrino constituye un elocuente ejemplo. Las sangrientas luchas de religión que asolaron el territorio europeo, en las que a los problemas de estricta índole ideológico-confesional se unían causas de tipo político y socioeconómico, representan la negación del espíritu tolerante y pacifista que el Humanismo renacentista predicó.
Las persecuciones religiosas provocaron emigraciones forzadas, originando focos de refugiados en diversas zonas de Europa.
Las minorías étnicas y étnico-religiosas padecieron una constante y en ocasiones implacable presión social y oficial. El de los gitanos representó un problema motivado no tanto por la religión como por su peculiar modo de vida, que no se ajustaba a los patrones ordinariamente admitidos. En España fueron también los Reyes Católicos quienes iniciaron una tradición de legislación antigitana, que se prolongó en los siglos posteriores.
Un problema diferente era el de los esclavos. La esclavitud no estaba prohibida en los ordenamientos legales, representando una forma extrema de miseria jurídica. En la práctica, la presencia de esclavos se hallaba muy limitada desde el punto de vista geográfico en el Viejo Continente, aunque andando el tiempo serían introducidos en América masivamente esclavos negros capturados en África para sustituir a la mano de obra indígena. En la Península Ibérica, Lisboa, Sevilla y Valencia oficiaron en el siglo XVI como activos mercados de esclavos, especialmente negros y berberiscos, aunque no faltaron, eludiendo las leyes protectoras de la Monarquía, esclavos canarios e indígenas americanos (A. Franco Silva). Estos esclavos eran empleados en el servicio doméstico, no siendo aplicados, por lo general, a tareas agrarias o artesanales. En muchas ocasiones recibían la libertad de sus dueños, pasando a la condición de libertos.